No me llamó en todo el puto día, aunque no todo fue tan desastroso como de costumbre, sino que, opté por meterme en mi cama y leer cartas de amigos y amigas de la vida, (de cuál vida hablás pendeja, si sólo tenés 16 putos cortos amargados años) fue ahí entonces cuando me di cuenta de lo imprecindible que son las amistades. Y la re concha del conejo. Dale que dale con los amigos, que tenés, que no tenés, que te quieren, que te odian. Buaaaaaaa, basta de tanta milonga amiga.
Sí, es que mis pensamientos están un tanto más borrosos que la foto que me saqué antes de meterme en la cama.
Volviendo al tema, miré esas cartas, las observé con cautela esperando que me hablen, que me den alguna señal, un algo. Nada.
Quiero ser como una mujer a la que admiro mucho y quiero en demasía pero que generalmente no suelo demostrárselo como se debería. Ella es genial, bien buena onda, se viste siempre con cualquier cosa y queda divina, espléndida. Tiene su estilo propio, es hermosa tanto por fuera como por dentro. En mi mente, me atrevo a confesar, ella es perfecta. ¡Mierda!, nunca voy a ser así.
Las cartas no me contaron historias de piratas ni de amores imposibles, no me hicieron promesas, tampoco me cantaron alguna canción de esas que me cantaban de más chiquita, las cartas no me confesaron ningún secreto sobre la vida o qué pasa si llega la turra esa, sí sí, la muerte. No, simplemente se quedaron en mis manos, como si descansaran sobre ellas y ahí me di cuenta. Por fin un centro, yo soy la única que puede cuidar de mis compañeros de vida. Así como las cartas que se sentían a salvo en mis manos, lo mismo debería de haber hecho yo con mis amigos. Lástima Camila, ya es tarde para arrepentirse.
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